miércoles, 3 de marzo de 2010

Esculturas en mármol de Pablo Atchugarry

por Emma Sanguinetti - jueves, 01 de marzo de 2007
Revista DOSSIER

Pablo Atchugarry es escultor, escultor en mármol; consigue que sus piezas lancen una fuerza sobrenatural, una tersura luminosa que como un rayo espiritual ascendente no deja resquicio a la indiferencia.


Su obra es sobrecogedora porque su monumentalidad evoca la potencia que tradicionalmente acompaña al mármol, pero además, porque en sus formas abstractas hay flexibilidad y hay tensión, hay pliegues y dobleces, hay contorsiones y luces que se repliegan o se expanden en sutiles sensualidades barrocas.

Atchugarry vive desde 1982 en Lecco, una pequeña ciudad sobre el Lago di Cuomo, en donde tiene su taller y un museo que se ha convertido en punto de encuentro para escultores, estudiantes de arte y viajeros curiosos.

Pero un día, Pablo Atchugarry tuvo un sueño: hacerse de un espacio en su país, que le permita trabajar y de esa manera extender sus visitas veraniegas a Uruguay. Y lo consiguió. El pasado enero construyó un gigantesco galpón-taller en la Ruta 104 (km 4,5) cerca de Manantiales, una especie de galería-museo. Y no conforme con esto, creó una fundación destinada a apoyar el trabajo de otros artistas.

Fue así como los asombrados fernandinos vieron desfilar por sus rutas las setenta toneladas de mármol que el escultor despachó desde las lejanas canteras de Carrara, junto a las inmensas grúas que le permiten mover los bloques de piedra.

Uruguay no está acostumbrado a este tipo de sucesos. Por un lado, no acostumbra darse de lleno con el éxito -el que con miopía aún sigue mirando con recelo-, un éxito trabajado, sufrido y construido palmo a palmo a fuerza de profesionalismo y rigor.



Mas por otro lado, tampoco está habituado al éxito generoso y filantrópico, que hace realidad el estimulante sentimiento de quien siente que es hora de dar para que el camino del otro sea un tránsito más amable que el propio.

Por todas estas consideraciones, la fabulosa empresa que Atchugarry ha llevado adelante es una labor sobresaliente que debería llamarnos a la reflexión que definitivamente nos impulse a ese cambio de mentalidad que ya no admite retrasos. Estamos ante una voz que no debe caer en el vacío.

Escultura, aquella polémica dama

Afortunadamente hoy ya nadie discute que la escultura y la pintura son artes de similar valía; muy lejos en el tiempo han quedado las disputas renacentistas, como aquella conocida como el paragone, en la que se comparaban méritos entre una y otra. Sin embargo, ante esta igualdad irrefutable, se suele dejar por el camino muchas de las esencias que hacen a la interpretación de la obra y también a la labor del artista.

Dentro de esas olvidadas reflexiones, hay una maravillosa cita de Miguel Ángel en una carta a Benedetto Varchi, en la que luego de protestar -como era su hábito- sobre el disgusto que estos juegos intelectuales le provocaban, nos recuerda con precisión una idea ya planteada por León Battista Alberti pero nunca dicha con tanta claridad: “Por escultura entiendo aquella que se hace a fuerza de quitar (per forza di levare), pues lo que se hace a fuerza de añadir (per via de porre) se asemeja más bien a la pintura”.

¡Vaya distinción ¡Vaya claridad! El escultor quita, saca y desecha; el pintor agrega, pone y añade. El escultor toca, siente y palpa con sus manos; el pintor mira, observa y su pincel toca la tela a distancia. Mientras el escultor arranca a golpes, se agota físicamente y se ensucia como un “panadero” al decir de Leonardo da Vinci, el pintor contempla pasivamente.

Dicho parece una obviedad, mas si resulta una observación importante a tener presente frente a toda escultura, en el caso de la obra de Pablo Atchugarry esta antigua máxima renacentista se vuelve una necesidad imperiosa. Quizá porque el arte de Atchugarry es un eslabón firme y coherente dentro de esa larga cadena llamada escultura occidental. Quizá porque es tan abstracto en la búsqueda de la forma ideal y en la indagación de la luz con sus sucesivas líneas verticales, que resulta proporcionalmente clásico. Quizá porque las suaves y pulidas superficies conseguidas con los modos técnicos de la tradición, esa callada sabiduría forjada a secretos y misterios, sean igualmente barrocas y recuerden tanto a Miguel Ángel como a Bernini.

El mármol es una piedra viva, es una dama caprichosa y exigente; todos los artistas que la han trabajado hablan de sus susurros, relatan sus conversaciones y se extienden en los mágicos laberintos de ese diálogo. Es que la escultura se inicia con la elección del bloque, esa primera decisión que refiere a la consistencia, apariencia, color y otros tantos detalles técnicos, pero que en definitiva no es más que escoger el carácter y la personalidad de aquel con quien se va a entablar una profunda y misteriosa relación. Por eso el escultor debe ser paciente, debe aprender a oír, a respirar a la par, para que el vínculo se produzca. Casi como si estuviera seduciendo a una novia.



Atchugarry no es la excepción; cuando en 1982 fue a Carrara a buscar el bloque para su primer trabajo de largo aliento, sintió la presencia del mensaje artístico de Miguel Ángel y decidió reinterpretar uno de los temas más caros al maestro: La Pietá. No fue tarea fácil, pasaban los días y el bloque no aparecía, hasta que un día en Il Polvacio una de las canteras más famosa desde tiempos romanos el escultor divisó la piedra perfecta. Doce toneladas de mármol blanco brillante y luminoso que le produjeron la inmediata sensación michelangelesca de que la obra ya está dentro: “Sentí la presencia de la escultura dentro del blanco material… Con la Pietá entendí que una nueva y única carrera artística se abría para mí”.

Con el paso del tiempo, la figuración fue lentamente desapareciendo en un sinfín de líneas, huecos y pliegues que se cruzan en un interminable ascenso que juega con la luz y con el vacío. Pero a la vez la escala también fue cambiando, llegó lo monumental, aquello que deja a un lado el acercamiento íntimo para revitalizar la sensación que impone respeto por su sola presencia.

Frágiles, suaves y aéreas, fuertes, duras y sólidas, las obras de Pablo Atchugarry son en su intrínseca contradicción un canto a la originalidad y a la imaginación, pero no a esa visión facilista que apela al acto creativo como un rayo de inspiración efectista, sino a aquella otra, la que no descuida la disciplina del esfuerzo continuo. Es un hecho, las criaturas de Atchugarry se expresan en formas innovadoramente contemporáneas, pero su vínculo con la tradición recupera para estos siglos -afectos al mal llamado arte de vanguardia- el lenguaje de los clásicos.

Golpe a golpe, sueño a sueño

Pablo Atchugarry nació en Montevideo el 23 de agosto de 1954, en una típica familia uruguaya de clase media. Su padre, gran amante del arte, fue alumno de Torres García y desde que Pablo abandonara los estudios prematuramente (le iba muy mal y además era zurdo y disléxico), impulsó y apoyó sus intereses artísticos.

Flaco y tímido, pero obstinado y decidido, Pablo expuso por primera vez sus dibujos y pinturas en 1972, cuando tan sólo contaba dieciocho años. Tiempos en los que también trabajaba esculturas en cemento y acero.

En 1977 se fue a recorrer Europa solo, cargado de sueños y sin un centavo. Vivió la aventura con entusiasmo, a pesar de las calamidades que suelen acompañar estos arrojos, hasta que finalmente consiguió exponer en Copenhague y vender algunas obras.

Pero la historia aún estaba por comenzar. Una amiga pintora lo invitó a visitar la Galería Visconti de Lecco, una pequeña ciudad lombarda rodeada de las luces de los lagos del norte. Allí conoció a don Marino Colombo, un coleccionista que lo animó y lo apoyó en los duros inicios, pero -por encima de todo- fue a quien Pablo le confió que quería esculpir en mármol. Don Marino dijo: “Hazlo para mí”, lo que en pocas palabras quería decir que el primer bloque de Atchugarry tenía comprador.

Así nació la historia de amor de Pablo con el mármol. Corría 1979 cuando decidido y esperanzado puso rumbo a Carrara, los dominios del divino Miguel Ángel, sin conocer a nadie ni haber sido iniciado en el más ancestral de los oficios artísticos italianos.




En once días, ‘La Lumière’, su primera escultura, estaba terminada, medía cincuenta centímetros y pesaba noventa kilos. “Comencé a golpear el mármol y una escultora americana que me escuchaba, se acercó y me dijo: “Nunca hagas eso”. Fue como si se abriera un universo ante mí. Allí todo el mundo estaba ocupado con su propio trabajo… me preguntó qué quería, si aprender algo o hacer esa escultura. Se enojó mucho cuando le dije que quería las dos cosas. Cuando vio que había terminado dijo: “He visto muchas personas pasar por aquí, pero nunca vi a nadie que no supiera esculpir y terminara haciendo una pieza como esta”. Fue una profecía sobre mi futuro. Estaba empezando a encontrar mi camino”.

Sin dudas el encuentro había sido mágico, aunque era un oficio duro: exigía disciplina y dedicación total. Atchugarry tenía veintitrés años, ya estaba casado, pronto tendría hijos y su vida era nómada. Pero el esfuerzo dio sus frutos: en 1982 pudo instalarse definitivamente en Lecco y con ello llegó la estabilidad.

En 1989, su ascendente carrera -que hasta el momento se limitaba a las fronteras italianas- tuvo un vuelco: el artista se abrió al mundo. Bélgica fue su primera parada, pero luego vino el resto de Europa, y en 1997 fueron Estados Unidos y las ferias internacionales. Uruguay recibió en 1996 la primera pieza pública de Pablo Atchugarry, cuando ‘Semilla de esperanza’ con sus 3,9 metros de alto viajó desde Carrara a estos confines, para ser instalada en el Parque de Esculturas del Edificio Libertad.

En 2003 representó a Uruguay en la 50ª Bienal de Venecia, con una instalación de cinco piezas verticales de mármol de Carrara rodeadas por otras tres en gris de Bardiglio, que conseguían el mágico efecto de reflejar en su oscura tersura la luz de las otras.

Hoy Pablo Atchugarry es un artista con una dimensión internacional indiscutida; la extensa bibliografía acerca de su obra habla del interés de los críticos por su trabajo. Por otra parte, sus monumentales mármoles se elevan en espacios públicos de varios países europeos y están presentes en las más prestigiosas colecciones privadas de Europa y Estados Unidos.

El testimonio de estos logros se compila en un espectacular libro editado en Bruselas en 2006 y que con un bagaje fotográfico de primer nivel da fe del trabajo de una vida dedicada a escuchar el maravilloso susurro de la más hermosa de las piedras.

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